La caída de Constantinopla el 29 de mayo de 1453 marcó el fin del Imperio Bizantino y el inicio de la Edad Moderna. Fue uno de los eventos más trascendentales de la historia europea y mundial.
El último amanecer del Imperio Romano de Oriente
La joya de Oriente
Durante más de mil años, Constantinopla había resistido lo que parecía imposible.
Fundada por Constantino el Grande en el año 330 sobre las ruinas de Bizancio, fue llamada Nova Roma, la Nueva Roma, centro del Imperio Bizantino y faro de la cristiandad oriental. Sus cúpulas doradas, sus murallas ciclópeas y su esplendor cultural hicieron de ella la envidia del mundo antiguo y medieval.
A mediados del siglo XV, sin embargo, Constantinopla era una sombra de su antiguo esplendor.
El Imperio Bizantino se reducía a la ciudad amurallada y algunos enclaves aislados en Grecia. El comercio, antaño dominado por los bizantinos, estaba en manos de los genoveses y venecianos. El poder militar era débil, la población escasa y la economía exhausta.
Frente a ella, en Anatolia y los Balcanes, se alzaba un nuevo poder: el Imperio Otomano.
El joven sultán
En 1451, ascendió al trono un joven de apenas 19 años: Mehmed II, hijo de Murad II.
Culto, ambicioso y determinado, soñaba con conquistar lo que ningún musulmán había logrado: la ciudad de César, la perla de Bizancio.
Para los otomanos, Constantinopla era mucho más que una presa militar; era un símbolo, el corazón del mundo cristiano oriental y una posición estratégica que uniría Asia y Europa bajo su poder.
Mehmed comenzó los preparativos con una minuciosidad implacable:
- Mandó construir la fortaleza Rumeli Hisari en la ribera europea del Bósforo, frente a la antigua fortaleza de Anatolia.
- Reunió un ejército colosal, de más de 80.000 hombres, incluyendo jenízaros, sipahis y mercenarios balcánicos.
- Encargó a un ingeniero húngaro, Orban, la fabricación de el gran cañón basilisco, capaz de lanzar proyectiles de más de 500 kilos.
En el interior de Constantinopla, el emperador Constantino XI Paleólogo —último de los emperadores romanos— observaba los preparativos con el coraje resignado de quien defiende un legado más que una esperanza. Sus recursos eran mínimos: apenas 7.000 defensores, de los cuales 2.000 eran extranjeros.
Pero tenía algo más poderoso que los números: el espíritu de una ciudad que había resistido durante un milenio.
Las murallas de Teodosio
Las murallas teodosianas, construidas en el siglo V, eran legendarias:
tres líneas defensivas, torres de más de veinte metros y un foso profundo que había frustrado a persas, árabes, búlgaros y cruzados.
Constantinopla confiaba en esas murallas tanto como en la fe.
Los clérigos celebraban procesiones diarias con reliquias, rogando la intervención divina. En Santa Sofía, el eco de las oraciones resonaba sobre los mosaicos dorados, como si la ciudad entera se encomendara a su historia.
El 6 de abril de 1453, los turcos iniciaron el sitio.
El cañón de Orban comenzó su lento pero constante bombardeo. Cada día, las murallas temblaban bajo el estruendo de la artillería, una tecnología que marcaba el fin de la era medieval.
Durante semanas, los defensores reparaban por la noche lo que el fuego derribaba de día.
El bloqueo y la desesperación
El 18 de abril, los turcos intentaron su primer asalto masivo, pero fueron rechazados.
Constantinopla resistía. Sin embargo, el mar —su última esperanza— se cerraba también sobre ella.
Los bizantinos habían sellado el Cuerno de Oro con una inmensa cadena que impedía el paso de la flota otomana.
Mehmed, astuto, ideó lo impensable: transportar sus barcos por tierra.
En una sola noche, con troncos engrasados y tracción animal, 70 naves otomanas fueron arrastradas sobre colinas y lanzadas al Cuerno de Oro, detrás de la cadena.
La maniobra asombró al mundo. La ciudad quedaba completamente cercada.
Dentro de las murallas, el hambre y el miedo crecían.
Aun así, el emperador Constantino XI rechazó todas las ofertas de rendición.
Su respuesta a los emisarios del sultán quedó grabada en la historia:
“Entregar la ciudad no depende de mí. Todos hemos decidido morir antes que verla en manos del enemigo.”
El último día
El 28 de mayo, los turcos cesaron el fuego.
Desde el amanecer, se oían rezos en las mezquitas y campanas en las iglesias.
Mehmed había ordenado el asalto final para la madrugada del día siguiente.
En Santa Sofía, Constantino XI participó en la última liturgia.
Griegos y latinos, que durante siglos habían estado divididos por cismas, comulgaron juntos por última vez.
El emperador pidió perdón a sus súbditos, se despojó de sus insignias imperiales y, según la leyenda, dijo:
“El que quiera salvarse, que huya; el que quiera morir conmigo, que me siga.”
El amanecer del 29 de mayo
A las dos de la madrugada comenzó el asalto.
Tres oleadas sucesivas chocaron contra las murallas, mientras las trompetas turcas y los cánticos de guerra retumbaban.
Los primeros ataques fueron repelidos, pero el desgaste era insoportable.
En un punto débil de la muralla —la puerta de San Romano— un grupo de jenízaros logró abrir una brecha.
Constantino XI, espada en mano, se lanzó al combate.
Sus compañeros lo vieron desaparecer entre la multitud de enemigos. Su cuerpo nunca fue identificado.
Al amanecer, las banderas del Creciente ondeaban sobre las torres.
Los últimos defensores fueron abatidos en las calles, y los soldados otomanos irrumpieron en Santa Sofía, donde la multitud se había refugiado.
Mehmed II entró en la ciudad a caballo, contempló el silencio tras la tormenta y, según los cronistas, citó un verso persa:
“El búho ahora canta donde antes estaba el trono de los reyes.”
Luego ordenó que Santa Sofía fuera convertida en mezquita.
Tenía solo 21 años.
El eco del fin
Con la caída de Constantinopla, el Imperio Bizantino dejó de existir.
Para muchos contemporáneos, aquel 29 de mayo de 1453 marcó el fin de la Edad Media.
Europa quedó conmocionada: las potencias cristianas, temiendo el avance otomano, iniciaron nuevas rutas marítimas hacia Oriente.
De esa búsqueda nacería, décadas después, el viaje de Cristóbal Colón y el descubrimiento de América.
Mehmed II fue llamado “el Conquistador” y convirtió su nueva capital —Estambul— en el corazón de un imperio que dominaría medio mundo durante siglos.
Pero en la memoria del mundo cristiano, Constantinopla siguió siendo el símbolo de un mundo perdido, de una civilización extinguida con la espada y el fuego, pero viva en la nostalgia de Europa.
Epílogo
Cuentan los cronistas que, en la noche de la caída, algunos monjes griegos vieron un resplandor cruzar los cielos sobre Santa Sofía, y que una voz misteriosa dijo:
“La lámpara se apaga por ahora, pero volverá a encenderse cuando Dios lo disponga.”
Y así terminó la historia del Imperio Romano, mil ciento veintitrés años después de que naciera en las colinas del Palatino.




