En la carretera que cruza el bosque entre dos pueblos —una ruta secundaria poco transitada, sin alumbrado ni señal de celular— hay una curva famosa por los accidentes. La llaman “La curva del ahorcado”, aunque nadie sabe bien por qué. Algunos dicen que es por la forma del árbol solitario que se alza justo en la orilla. Otros… porque alguien murió colgado allí hace muchos años.
La historia más conocida ocurrió hace unos veinte años, durante un fin de semana largo. Un joven llamado Ernesto salió de una fiesta completamente borracho. Sus amigos intentaron convencerlo de que no manejara, pero él se rio, se metió en su viejo auto rojo y arrancó a toda velocidad. “No pasa nada”, dijo. “Conozco el camino de memoria”.
Nunca llegó a su casa.
Al día siguiente, encontraron el coche estrellado contra el árbol de la curva. Ernesto estaba muerto. No llevaba puesto el cinturón. Se decía que su rostro tenía una expresión de terror tan intensa que los rescatistas se persignaron antes de sacarlo del auto.
El caso quedó cerrado: exceso de velocidad y alcohol. Nada más.
Pero poco después, comenzaron los rumores. Camioneros y viajeros nocturnos aseguraban haber visto un coche rojo zigzagueando en la carretera, con los faros apagados. Algunos decían que lo vieron cruzar la curva sin tocar el asfalto, como flotando.
El auto desaparecía en cuanto uno intentaba acercarse. Y los que lo seguían… solían sufrir accidentes.
Un taxista que sobrevivió a uno de esos encuentros contó que, justo antes de volcar en la curva, vio al conductor del coche rojo mirándolo a través del parabrisas: tenía la cara ensangrentada y los ojos completamente blancos. Como si no tuviera alma.
Hoy en día, los lugareños saben que nunca debes conducir borracho por esa carretera, y mucho menos cerca de la curva. Porque si lo haces, y ves un coche rojo en tu retrovisor… no intentes adelantarlo. No toques la bocina. No mires al conductor. Solo reduce la velocidad y reza.
Porque Ernesto todavía anda por ahí. Y no busca ayuda.
Busca compañía.
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