La Lengua del Filatelista
En una ciudad pequeña, olvidada entre montañas y caminos polvorientos, vivía un hombre llamado Elías Barreto, aunque todos lo conocían simplemente como Don Elías. Era un personaje solitario, de modales antiguos, con una voz grave y pausada que rara vez usaba. Su único pasatiempo —su obsesión— eran los sellos postales.
Vivía en una casita de techos bajos y cortinas cerradas, donde el tiempo parecía haberse detenido. Allí, entre olor a papel viejo y madera húmeda, guardaba cientos de álbumes. Los ordenaba por continente, país, década, hasta por eventos históricos. Nadie sabía cuántos tenía exactamente, pero decían que sus estantes eran más altos que él.
Había una costumbre en Elías que todos encontraban curiosa, casi ritual: no usaba esponjas, ni agua, ni pegamento. Siempre pegaba los sellos con la lengua, como en los viejos tiempos. Cada uno recibía su toque personal, una especie de “bautismo” con su saliva. Lo hacía con devoción, como si cada sello fuera una reliquia.
Una mañana de otoño, Elías recibió un paquete sin remitente. Era un sobre amarillo, viejo, con bordes desgastados y sellos extranjeros que no supo identificar. Dentro había una pequeña caja de cartón, envuelta en papel encerado, y un lote de sellos que jamás había visto en su vida. Eran antiguos, sí, pero extraños. No tenían valor facial, ni país, ni rostros de próceres. Solo un único símbolo en cada uno: un ojo cerrado, como si durmiera.
Aun así, fascinado, Elías decidió incorporarlos a su colección. Preparó una hoja nueva en su álbum y comenzó su ceremonia habitual. Tomó el primero, lo observó, lo giró a contraluz… y lo lamió. Luego otro. Y otro más. No se detuvo hasta pegar los treinta y tres sellos.
Esa fue la última vez que alguien lo vio con vida.
Pasaron los días. Los vecinos comenzaron a notar la ausencia. El buzón rebosaba. Las luces permanecían encendidas por las noches, pero la ventana principal nunca se abría. Al sexto día, el olor comenzó a filtrarse por las rendijas.
Cuando la policía forzó la puerta, lo encontró allí, sentado frente a su escritorio. El cuerpo estaba rígido, inclinado sobre los álbumes. La lengua —hinchada, ennegrecida, cuarteada— le sobresalía ligeramente entre los labios. Sus ojos, abiertos de par en par, parecían no mirar nada, o quizás demasiado.
El informe forense no encontró rastros de veneno convencional. Nada que explicara la descomposición acelerada de los tejidos de la lengua. En el escritorio, junto a la caja de los sellos extraños, había una nota escrita con mano temblorosa:
“No se deben lamer cosas que vienen del otro lado.”
Nadie volvió a ver aquellos sellos. Algunos dicen que se deshicieron, que el papel se desintegró con el aire. Otros aseguran que se los llevaron, y que aún circulan, esperando a otro coleccionista solitario que los lama sin pensar.
Desde entonces, entre filatelistas y viejos carteros, circula una advertencia:
Nunca pegues un sello con la lengua, si no sabes de dónde viene.
Especialmente si tiene un ojo…
y parece que te está mirando.