Todo pueblo tiene una casa maldita. La típica construcción vieja, con ventanas rotas, puertas que crujen con el viento y un jardín devorado por la maleza. En el caso del pueblo de Salamanca, esa casa quedaba al final de una calle sin salida, oculta entre árboles retorcidos. Nadie vivía allí desde que, según contaban los viejos, una familia entera desapareció sin dejar rastro en los años 70.
Una noche, como parte de una apuesta tonta, cuatro adolescentes decidieron entrar. Llevaban linternas, snacks, y sobre todo, una tabla ouija. Querían invocar algo, grabarlo con sus celulares y subirlo a internet. La típica travesura adolescente, pensaban.
Dentro, el aire era denso. El silencio, absoluto. Las paredes, cubiertas de moho y grafitis, parecían susurrar cosas si te quedabas quieto el tiempo suficiente. En el centro del salón principal, colocaron velas, la tabla y se tomaron de las manos.
—¿Hay alguien aquí con nosotros? —preguntó Laura, la más escéptica.
La planchette no se movió. Rieron. Preguntaron otra vez.
—¿Quieres comunicarte con nosotros?
Nada.
Pero a la tercera pregunta, la tabla respondió.
—S–I–E–M–P–R–E.
La risa se desvaneció.
Pensaron que alguien del grupo estaba moviendo la planchette a propósito, pero al mirarse a los ojos, todos se vieron igual de aterrados. Las linternas empezaron a parpadear. Afuera, un cuervo graznó con violencia.
—¿Quién eres? —preguntaron.
La respuesta llegó letra por letra.
—E–L–Q–U–E–E–S–T–Á––T–R–A–S–D–E–T–I.
Gritaron. Uno de ellos se volvió. No había nadie. O al menos, eso creyeron… hasta que el fuego de una vela se extinguió de golpe.
Intentaron levantarse, pero la planchette no se movía de sus dedos, como si estuviera pegada. Uno a uno, los nombres de los chicos comenzaron a escribirse en la tabla. Luego, la palabra «sangre».
Al día siguiente, la policía encontró la casa vacía. Solo quedaban cuatro linternas apagadas, una tabla ouija quemada por la mitad, y marcas de uñas en el suelo de madera, como si alguien hubiera sido arrastrado.
Desde entonces, se rumorea que la casa elige a sus víctimas, y que cada vez que alguien juega con una ouija allí dentro, algo despierta. Algo que nunca se fue del todo.
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